Nos queríamos en una dialéctica de imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared.
Una vez un chico me dijo que si yo hubiese nacido en otro lugar y en otro tiempo muy probablemente Kant se habría casado. Nos saltábamos química pero siempre terminábamos hablando de trabajo. Y creo que fue un piropo pero yo estaba tumbada en la hierba mirando una brizna que oscilaba con extraño ritmo que no era de viento pero no era de hormigas e hipnotizada como estaba ni siquiera sonreí. Kant no se casó porque no quiso. Jamás pude decirle nada a Kant, jamás pude pelear contra su gran pregunta "¿qué es la Libertad?" jamás pude decir que no. Probablemente me habría casado, porque no habría sabido decirle que no.
Sólo pido que si se me abraza y si se me besa sea también mañana y eso no lo hace ningún extraño baile de una brizna de hierba perdida. Una no se puede amarrar a una brizna de hierba. Una debe cogerse a algo más grande y menos etéreo. Yo que sé: a la ciencia, a la técnica, al pensamiento, al amor tan puro y tangible que no es brizna, que es árbol. Cuando somos pequeños nuestros reflejos nos obligan a cerrar la mano si alguien nos roza la palma. La confianza. Nunca pude decirle nada, a Kant, pero siempre conversé con Rosseau. El lobo ama al hombre. Hay que hacer ese acto de fe para levantarse cada día, para seguir pensando que este es el mejor de los mundos, hasta cuando una mira hacia la cúpula estrellada y se percata una vez más del peso de la probabilidad. ¿Pero y si hoy me abrazan pero mañana ya no? ¿Y si hoy sirvo pero mañana ya no? ¿Y si nunca consigo ser algo más que un 5? ¿Y si a menudo no llego al 5?
Nunca es suficiente, hoy me acuerdo de Kant porque era buena. Yo solía ser buena, yo solía saber cosas, yo solía poder responder todas las preguntas. Y ahora soy toda silencios, toda dudas, toda miedos. Me acuerdo de Kant porque hablando de él pude hablar de arquitectura y luego de Shakespeare y ni siquiera le conocí porque de haberlo hecho estaría casada. Pero nunca es suficiente. Tengo esa montaña de apuntes que creía que podría enterrar y olvidar y todas mis dudas acerca de valer me llenan. Porque tengo una segunda oportunidad que me parece funeral.
Si una tira de la cuerda del miedo está perdida.
Recuerdo ese concierto en el que chillaba. Yo no chillo. Nunca chillo. Nunca me enfado. Nunca lloro. Y recuerdo ahora ese concierto en particular en el que chillé. Chillé hasta quedar afónica. Chillé porque lo necesitaba y porque nadie iba a verme hacerlo. Chillaba desde ese lugar tan recóndito que casi provoca el llanto. Casi se hinca en la carne. Me habría gustado en aquél entonces que la vida fuese así más a menudo, que fuese toda sentimiento, toda lágrima, toda adrenalina, toda piel de gallina y toda calor. Pero no quise esa vida. Quise luchar para ser más fuerte.
Para ser más feliz. Para reír más y llorar menos. Y lo consigo, casi siempre lo consigo, porque la vida es fácil, porque vivir es más que respirar pero tampoco mucho más.
Y ahora ni lloro ni chillo. Pero tampoco puedo contestar a Kant. Y tampoco puedo levantarme de la esquina si mi esfuerzo no vale nada. Pero tampoco lloro, tampoco chillo. Sólo tengo que asimilar el golpe. Sólo tengo que esperar, que este extraño viento deje de hacer danzar esa brizna de hierba, para poder sonreír y contestar que fijo que Kant era un huevón. Y poder levantarme. Que algo me provoque una carcajada. Seguir trabajando en la mujer que quiero ser.
Y seguir luchando,
casi siempre la lucha es baile.
Y porque existe un amor que no es odisea.
Y porque existe un amor que no es odisea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario